miércoles, 17 de octubre de 2007

-Los Foramontanos.

Con la invasión árabe y, especialmente, con las campañas del siglo VIII, la cuenca del Duero quedó convertida en desierto. Se arruinaron villas, los castros, las antiguas ciudades romanogodas. La tierra quedó yerma, la población huyó, replegándose sobre la cordillera del norte.
Consecuencias de todo ello son la consolidación del reino astur, con un aumento importante de la población en los valles cántabros al recibir a los hispanogodos y mozárabes, que llegaban huyendo del invasor desde las llanuras del Arlanza, Pisuerga y Duero. Esto conlleva un cambio de las formas de vida de los cántabros, astures y vascones, asimilando las instituciones hispanogodas y transformando sus comportamientos culturales, sociales y económicos, hasta entonces muy atrasados, fundando cenobios y monasterios, especialmente en territorio de Liébana y Bardulia: Santo Toribio, Santa María de Cosgaya, Aguas Cálidas en la Hermida, Piasca, Castrosiero, Valpuesta y un largo etcétera documentado, en los siglos VIII, IX y X.
Pasaban los años y la tierra no podía sostener a tanta gente. Un pueblo denso, pobre, hambriento y agobiado se amontona en los angostos valles cantábricos.

Esta miseria es la que los castellanos quieren sacudir cuando se deciden a emprender la gran aventura: salir fuera de las montañas. Hacia el 814 se inicia la empresa. "En la era 853 (rezan los Anales Castellanos) salieron los foramontanos de Malacoria y vinieron a Castilla". Una masa de gentes atenazadas por el hambre y dispuestos a jugárselo todo, se desgaja de las estribaciones orientales de los Picos de Europa, bajan buscando la llanura hacia el sur y el este, desalojan a los moros y empiezan a asentarse en las tierras y valles del norte de Burgos, en el alto Ebro por Bricia, Villarcayo, Espinosa de los Monteros, Amaya, Valdegobia y Medina de Pomar; en la antigua Bardulia, que pronto se empezará a llamar Castilla.

Impulsores de tan impresionante aventura fueron gentes humildes y, tras ellos, reyes, condes y abades. A estos últimos, les interesa ocupar las zonas deshabitadas y ponerlas en cultivo, lo que supondría por parte de las autoridades dar todo tipo de facilidades a quienes quisieran repoblar aquellos territorios. La tierra pertenece al rey y cualquiera puede hacerse dueño de ella por el simple hecho de roturarla u ocuparla sin más, fenómeno que se conoce con el nombre de presura; ésta se hace efectiva no cuando se ocupa, sino cuando se trabaja y explota. Con ello, los primeros repobladores van a convertirse en pequeños propietarios libres. La repoblación concejil será, más tarde, un nuevo paso hacia el sistema organizado, lo que originará núcleos de población bien definidos, dando lugar a los municipios con sus límites perfectamente marcados por los reyes y condes, que los enriquecerán con fueros y cartas-pueblas.
Esta repoblación singular de hombres libres, que se da en el territorio que con el tiempo se llamará Castilla, comienza hacia el año 800, abarcando, en un primer momento, las márgenes del Ebro.
Repoblación que se ve detenida por Abderramán I, hasta que el conde Rodrigo reorganiza el movimiento repoblador tras la ocupación de las fortalezas de Amaya, Mave (Cildá) y Saldaña.
La supervivencia de estos hombres libres o villanos dependía, en alguna medida, de la existencia de la nobleza o de las iglesias y monasterios importantes, así como de su necesidad para defender los intereses de los monarcas en los territorios de frontera. Se traduce todo ello en privilegios, libertades, exención de impuestos y cargas fiscales para favorecer la expansión.

Los condes levantan sus fortalezas y castillos para defender a quienes trabajan en el llano. Los monjes hacen una repoblación monástica con predominio de la riqueza ganadera sobre el cultivo. Hombres destacados en esta época primera son el abad Vitulo, en el valle de Mena, obispo Juan, en la diócesis de Valpuesta, y el conde Munio Núñez.


Lentamente van de norte a sur hacia el desierto del Duero, buscando sus amplios horizontes en un despliegue de avance y retroceso, cultivando tierras y defendiéndolas tras las fronteras naturales de ríos como Arlanzón, Arlanza, Pisuerga, Ebro y Duero, viviendo a la sombra de los castillos que refuerzan esas mismas rayas fronterizas.
Aquí quedaron como poblados de referencia Sasamón, Villadiego, así como la vieja ciudad cántabra de Amaya y su inexpugnable fortaleza, como garantía para la seguridad de Valdeolea, Valdeprado, Valderredible, amén de la línea de fortalezas del Ebro como Virtus, Orbaneja, Valdenoceda, Medina, Tedeja, Frías, Pancorbo; algunas llegadas hasta nosotros reformadas y de otras sólo nos quedan sus ruinas, su recuerdo o nada...




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