La
excavación de 1992 en los yacimientos de la sierra de Atapuerca comenzó
con las mismas incertidumbres e ilusiones que la campaña anterior. Un
año antes, Juan Luis Arsuaga, Eudald Carbonell y el autor de
estas líneas habíamos asumido el reto de dirigir un proyecto con muy
pocos medios y con cuantiosas deudas. Como preludio, habíamos
celebrado con enorme éxito una reunión científica en el Castillo de la
Mota patrocinada por la Junta de Castilla y León.
Algunos de los más grandes investigadores de la Prehistoria habían
acudido a la cita, en la que los escasos miembros del equipo de
Atapuerca apenas teníamos algo que aportar. Fuimos excelentes anfitriones, mostramos al mundo de la evolución humana la potencialidad de Atapuerca
y aprendimos con humildad que todavía estábamos muy lejos de la
capacidad y conocimientos de los científicos alemanes, británicos o
franceses.
En julio de 1992 regresábamos a la sierra con la idea de lograr varios
objetivos. Uno de los más importantes consistía en resolver algunos de
los secretos del yacimiento de la Sima de los Huesos. Durante varios
años, nuestra labor se había limitado a limpiar el yacimiento de sedimentos removidos, literalmente triturados durante un siglo por buscadores anónimos de tesoros arqueológicos.
Su frenética actividad tenía como único objetivo demostrar el desprecio
al riesgo que suponía bajar a las profundidades de la Sima de los Huesos
y colmar el fetichismo de poseer un buen canino de los osos que
habitaron los parajes de la sierra miles de años antes del presente. A
fuerza de picar y remover con insistencia los sedimentos del fondo de la
sima, se habían acumulado varias toneladas de una especie de 'guirlache' de huesos y dientes, la mayoría reducidos a pequeños fragmentos, mezclados con arcillas y arenas de varios niveles geológicos.
Es posible imaginar lo que los buscadores de tesoros encontraron la
primera vez que bajaron a la Sima de los Huesos. Con toda seguridad, los
fósiles de diferentes animales se adivinaban bajo una delgada capa de
carbonato cálcico cristalizado, que actuó a modo de tapa de un ataúd
durante milenios. Ahora sabemos que el mayor daño causado al
yacimiento no fue la pérdida de varios centenares de restos humanos,
sino la dificultad de conocer la posición original de los fósiles y de las diferentes formaciones calcáreas, que habrían permitido obtener datos cronológicos más fiables.
Esta era la difícil misión que esperaba a Juan Luis Arsuaga y al grupo
de científicos que le ha acompañado durante estos últimos años en la
ardua tarea de excavar en la Sima de los Huesos. Los nombres de Ana
Gracia, Ignacio Martínez, José Miguel Carretero, Carlos Lorenzo, Alfonso
Esquivel o Pepe Cervera, entre otros, quedarán para siempre en el
recuerdo de la gesta que supone trabajar en este lugar mítico y excepcional para el estudio de la evolución humana de Europa.
Con un gran esfuerzo, la Sima de los Huesos quedaría liberada de escombros. El escrutinio concienzudo de los sedimentos removidos había permitido localizar cerca de medio centenar de dientes
y fragmentos de diferentes partes del esqueleto de una especie
antecesora de los neandertales. Un tesoro fabuloso, pero sin un contexto
tan preciso como requiere este ámbito científico.
Se buscaban esos datos, pero era necesario averiguar si quedaban más
fósiles humanos en algún lugar recóndito del fondo de la cavidad. La
posibilidad de que los buscadores de tesoros hubieran dejado algo para
el disfrute de los científicos mantenía viva la llama de la esperanza.
En 1992 supimos que el esfuerzo de años anteriores no había sido en
balde. Muy pronto, mis compañeros descubrieron que parte del yacimiento
estaba intacto.
Y entonces los fósiles humanos asomaron por todas partes, mezclados con
una arcilla de grano muy fino, que había preservado con exquisito
cuidado el más mínimo detalle anatómico de la superficie de los huesos. Muchos estaban completos o simplemente desmontados, casi en conexión anatómica.
Pronto apareció el Cráneo 4, que fue bautizado como Agamenón. Los
parietales, el frontal, el occipital y los temporales de un segundo
cráneo eran perfectamente visibles.
En muy pocos días se rescataron más de 300 restos fósiles humanos en un
estado de conservación increíblemente perfecto. Una verdadera orgía
científica para los que tuvimos la inmensa fortuna de ser testigos del
hallazgo. Con mucha paciencia, los restos del segundo cráneo fueron
surgiendo de las arcillas de la Sima de los Huesos. Al finalizar la
campaña, el Cráneo número 5 estaba casi completo y fue bautizado como
Miguelón. El segundo Tour de Francia de Miguel Indurain inspiró
el bautismo de aquel cráneo, que pronto se haría famoso en la portada de
la revista Nature. Cuando un año más tarde se
encontró la mandíbula, Miguelón se convirtió en el cráneo más completo
del registro fósil de los homínidos.
Miguelón representa a uno de los 29 individuos identificados en la Sima de los Huesos. Faltan muchos de los restos esqueléticos de este grupo tan numeroso,
que a buen seguro se perdieron durante el expolio del yacimiento.
Gracias a sus dentaduras, como sucede en algunas catástrofes aéreas,
podemos identificarlos y aún aproximarnos a la determinación de su sexo y
edad.
Miguelón, un posible macho de su especie de unos 35-40 años debió de
tener un vida compleja, llena de venturas y desventuras. Disfrutó de la
libertad de vivir al aire libre. A buen seguro tuvo que afrontar graves
peligros para alimentar a sus hijos y a otros miembros de su tribu. Padeció enfermedades y las superó. Luchó por su territorio y sobrevivió. Pero
un día le sorprendió la muerte. Y no estaba solo cuando murió. Junto a
él falleció un importante contingente de homínidos del mismo grupo o de
tribus afines. La mayoría estaban en la flor de la vida.
Es muy difícil saber qué sucedió y probar nuestra hipótesis de que los
cuerpos de Miguelón y sus compañeros fueron arrojados hace 400.000 años
por otros homínidos a las profundidades de la Sima de los Huesos. La presencia junto a los cuerpos del bifaz 'Excalibur' es un misterio y todo un reto para la ciencia.
El cráneo de Miguelón nos mira ahora desde las profundidades del tiempo
en el interior de una vitrina del Museo de la Evolución Humana de
Burgos. Quizá, a fuerza de contemplarlo, comprenderemos algún día las
luces y las sombras de su vida y el misterio de su muerte.
Fuente: http://www.elcultural.es
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