
Antes que el cementerio de San José existió otro, que se ubicó en los
terrenos sobre los que más tarde se edificaría el seminario mayor, en la
ladera del cerro del Castillo. Pero antes incluso que aquel, hubo un
primer camposanto cuya singular origen traemos hoy aquí, único día del
año en que esa urbe pacífica de mausoleos y cruces se habita con
desmesura. Su creación se debe a un solo hombre, el general francés Paul
Thiebault, gobernador de Castilla durante la ocupación francesa. Tipo
culto y refinado, el militar al que Napoleón Bonaparte encomendó el
control de la capital castellana, enclave estratégico en la invasión,
desarrolló desde su llegada una especial obsesión por la limpieza y el
higiene de la urbe, que dejaba mucho que desear. Tal fue la preocupación
del general, que una de sus primeras medidas, que posteriormente se
extendería por toda la España ocupada, fue la construcción de un
cementerio, aboliendo la tradición secular de inhumar a los muertos en
las iglesias. El tufo a cadáver que Thiebault soportaba cuando asistía a
misa en la Catedral resultó definitivo para que el general impusiera,
contra la opinión del clero, aquella propuesta.
En adelante, los enterramientos tenía que hacerse extramuros. Tras los
preceptivos estudios, Thiebault resolvió que el lugar idóneo sería el
entorno del monasterio de San Agustín, entonces abandonado y en casi en
ruinas: se hallaba lo suficientemente alejado de la ciudad como para que
los posibles olores se percibieran en ella pero no en un punto remoto,
lo que podría desanimar a los deudos a llevar hasta allí a sus
familiares desaparecidos. Y tenía un componente sagrado, ya que se
trataba de un terreno vinculado al cenobio, esto es, que contaría con
ese ‘abrigo’ espiritual que no ahuyentaría a los burgaleses, máxime
tratándose de un recinto que durante siglos había venerado la imagen del
Santo Cristo de Burgos.
En 24 de febrero de 1809, adelantándose al Real Decreto que el 4 de
marzo de ese año estamparía con su firma José Bonaparte, el gobernador
francés expuso a los burgaleses las nuevas normas: en adelante, quedaba
prohibido dar sepultura en la iglesias de Burgos; que la huerta que se
ubicaba frente a San Agustín se destinaría para sepultar «todos los
cadáveres de este pueblo»; que se exhortaría al arzobispo a bendecirla;
que el comandante de armas, el corregidor y los curas serían en adelante
«los responsables del cumplimiento de ese decreto».

«La huerta en cuestión tenía una forma rectangular y se encontraba
situada en el espacio que existía entre el edificio del convento de San
Agustín y el Hospital de la Concepción. Las obras que se realizaron para
acoger el cementerio llevaron a dividirla en dos zonas con caminos
principales para carros y otros más estrechos, que se cruzaban con los
primeros, para peatones, permitiendo de este modo el acceso de una
manera fácil a las sepulturas», escribe Óscar Moral Garachana en su
estudio El cementerio del general Thiebault (Institución Fernán
González).
Huelga decir la escasa o nula gracia que le hizo al clero esta medida,
menos aún a los canónigos de la Catedral, que solían ser enterrados en
la joya gótica. Pues quiso el destino que el primer fallecido tras la
aprobación del decreto del francés fuese un miembro del Cabildo: el
racionero Miguel Ortiz Rufrancos. Según cuenta Moral en su estudio, el
arzobispo trató de convencer al general de que se hiciera una excepción y
el canónigo fuese sepultado en el primer templo de la ciudad. Thiebault
se vio ante un dilema de difícil solución. Por un lado, si cedía al
ruego del arzobispo, sentaba un precedente que podía menoscabar su
autoridad en adelante; por otro, no quería enfrentarse a un más al
estamento eclesiástico.
El general se salió con la suya sin que esto segundo sucediera. En una
pirueta entre diplomática y maquiavélica, convenció al Cabildo de que la
muerte de ese miembro era una señal divina, esto es, que Dios había
dispuesto que el primer huésped del nuevo jardín de la eternidad no
fuese una persona cualquiera, sino uno de sus ministros en la tierra. El
Cabildo, aunque no demasiado convencido por ser un francés quien les
hablara de la Providencia del Altísimo, aceptó, saliendo Thiebault
triunfante, ya que siendo enterrado allí el primero un miembro de la
Iglesia nadie podría negarse en adelante a hacer lo mismo.
No en vano, durante el tiempo que se prolongó la ocupación francesa fue
ese y no otro el lugar de enterramiento en la ciudad, pese a que se
demostró que no había sido el idóneo por cuanto los hedores alcanzaban
la ciudad y ponía en riesgo la salubridad de los vivos. El camposanto
fue abandonado tras la marcha de los invasores. No volvió a saberse nada
de él hasta que a finales del siglo XIX se rehabilitara San Agustín
como escuela de niños sordos, mudos y ciegos. Durante las obras de
acondicionamiento, salieron a la luz numerosos restos óseos humanos. La
eternidad a veces se rebela contra el olvido.
Fuente: www.diariodeburgos.es