El siglo XIX despierta en las tierras burgalesas con un sobresalto estruendoso: en 1807 acampan en la capital y en Espinosa de los Monteros sendos contingentes militares procedentes de Francia, con el pretexto de asegurarse el paso hacia Portugal, aunque con la intención clara de integrar todo el suelo peninsular en el Imperio de Napoleón. Burgos, como nudo de comunicaciones privilegiado hacia Portugal y hacia Madrid, y Espinosa, como base de operaciones para el dominio del norte cantábrico, se convierten en campamentos improvisados de las tropas francesas, que tuvieron que emplearse a fondo para sofocar los intentos de rebelión de las poblaciones locales, agobiadas por el peso de la presencia agresiva del ejército invasor.
Como sabemos, la lucha contra los ocupantes extranjeros, conocida como Guerra de la Independencia, se prolongará durante seis años (1808-1814), provocando a su paso un largo reguero de desgracias en todos los ámbitos de la vida española. Por lo que al escenario burgalés se refiere, las huellas del paso de los ejércitos napoleónicos quedaron bien grabadas en los numerosos monasterios y conventos allanados y saqueados, en las abundantes joyas artísticas y documentos históricos robados y trasladados a Francia y, en fin, en el sometimiento sistemático de la población burgalesa a requisas arbitrarias y abusivas, con el consiguiente empobrecimiento general de la misma. Basten un par de ejemplos para ilustrar estos fenómenos: en el apartado de los allanamientos, sabemos que los monjes de San Pedro de Cardeña fueron desalojados del cenobio por las tropas francesas, y el propio monasterio sometido a un saqueo brutal, de cuyos efectos no se libraron los restos del Cid y su esposa Jimena, salvajemente profanados por la soldadesca.
Y, en lo que a las destrucciones se refiere, esta contienda, con los enfrentamientos bélicos terminales que franceses e ingleses protagonizaron en los cerros del Castillo y San Miguel de la capital, puso punto y final al patrimonio arquitectónico de estilo románico que todavía sobrevivían en los templos de Santa María la Blanca, San Martín y San Román, situados en la cima y en la falda del Castillo. De manera indirecta, la Catedral y la iglesia de San Esteban también sufrieron en sus muros y ventanales los efectos nocivos de la artillería beligerante en los cerros vecinos.
Entre tanto desastre, la Guerra de la Independencia sirvió de banco de pruebas para la puesta en escena de una modalidad novedosa de táctica militar: la guerrilla, inaugurada en tierras burgalesas por los geniales Cura Merino y El Empecinado, y destinada a disfrutar de un rotundo éxito en toda la contemporaneidad.
Apenas se hubieron apagado los resquemores de la guerra contra los franceses, se acomete en España la transición efectiva del Antiguo Régimen, basado en el privilegio, al Liberalismo, con la declaración de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley como bandera programática. Por supuesto, el cambio no se produjo sin traumas, cuyos efectos más llamativos comienzan a dejarse notar al comienzo del reinado de Isabel I (1833-1868), con la supresión del diezmo eclesiástico y de todos los privilegios que afectaban a la nobleza, a las corporaciones profesionales --Concejo de la Mesta, Cabaña Real de Carreteros--, a determinados concejos y a las entidades eclesiásticas, y con los proyectos desamortizadores, que tuvieron, en los años 1836-37, una especial incidencia en el conjunto de las instituciones religiosas, de manera especial en las comunidades monásticas masculinas.
De repente, los monjes fueron expulsados de los monasterios; sus bienes, expropiados y desamortizados --puestos a la venta—, y los edificios cenobíticos, abandonados a su suerte, que en muchos casos no fue otra sino el abandono definitivo y la subsiguiente ruina, como bien podemos comprobar en San Pedro de Arlanza, Santa María de Obarenes o Santa María de Rioseco. Por su parte, las comunidades monásticas femeninas, la Sede Episcopal, con su obispo y cabildo, y las parroquias, con sus curas, se mantuvieron en pie, pero despojados del diezmo y de la inmensa mayoría de sus bienes y rentas, quedando a expensas de los beneficios de su trabajo, en unos casos, de las asignaciones estatales, en otros, y, en general, de las aportaciones voluntarias de los fieles.
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