domingo, 4 de marzo de 2012

-El inquisidor Alonso de Salazar y Frías.


Cerca de la aldea navarra de Zurragamurdi hay un manantial que se conoce como Arroyo del Infierno. La voz popular ha conservado por toda la comarca nombres como ese, que remiten a uno de los episodios más oscuros de la historia de España, cuando la Inquisición perseguía con vehemencia todo paganismo. En aquellos primeros años del siglo XVII el Santo Oficio se volcó con la brujería. Algunos de sus más siniestros ministros alertaron de una oleada de hechicería en las Vascongadas. El Tribunal de Logroño fue el encargado del proceso -considerado el más importante en la historia de tan perversa organización- que hubiera llevado a la hoguera a cientos de personas de no haber sido por uno de los tres juristas del tribunal: un burgalés llamado Alonso de Salazar y Frías.

Nacido en Burgos capital en 1564, en el seno de una próspera familia de comerciantes, estudió Derecho Canónico en las universidades de Salamanca y Sigüenza antes de hacerse sacerdote. Trabajó en las diócesis de Jaén y Toledo de la mano de Bernardo de Sandoval y Rojas, obispo de ambas y hermano del que fuera el más influyente valido del rey Felipe III, el duque de Lerma. Según su biógrafo, Gustav Henningsen, el jurista y diplomático burgalés fue «uno de los clérigos más brillantes de la Corte». En 1609 se convirtió en inquisidor de Logroño, formando triunvirato con los exaltados Alonso Becerrra y Juan del Valle Alvarado, quienes tenían abierto un proceso contra la brujería absolutamente escalofriante: contaban, a la llegada del burgalés, con miles de informes que, según ellos, confirmaban la estrecha relación con la brujería de otros tantos seres humanos en distintos puntos de la geografía Navarra y vasca.

El salvador Salazar y Frías poco pudo hacer en los primeros meses; sus colegas, que llevaban tiempo controlando el proceso, celebraron en 1610 un auto de fe con 31 personas, de las once fueron quemadas en la hoguera ante 30.000 personas, que parecieron disfrutar viendo cómo las llamas enviaban al infierno a aquellos pobres diablos. El burgalés cuestionó algunas de las sentencias, consiguiendo evitar el ajusticiamiento de dos reos. Por eso al año siguiente, el burgalés decidió, contra la opinión de sus compañeros, que comenzaron a insinuar que su colega era ministro del diablo, iniciar un viaje por aquellas zonas en las que parecía haberse disparado una epidemia demoníaca. Durante meses, Salazar recorrió las aldeas recabando miles de confesiones y otras tantas denuncias sobre brujería que lo dejaron estupefacto. En muchos casos, tomó declaraciones de niños que decían haber soñado con su participación en aquelarres; constató cómo unos vecinos se denunciaban a otros; cómo algunos se tomaban la justicia por su mano en linchamientos o piras improvisadas. Había una violencia desatada y un clima de contaminación que se había alejado de los cánones de la realidad cobrando un cariz onírico y salvaje que asustó al letrado, convencido de que no había secta alguna y de que todo aquel fenómeno paranormal se había contagiado precisamente por publicidad, esto es, por insistir en la existencia de hechiceros y brujas.
«En el insano clima actual es pernicioso nombrar esas cosas públicamente, puesto que sólo pueden acarrear al pueblo mayor daño del que ya ha experimentado», escribió tras concluir su viaje. Constató el clérigo burgalés que en la epidemia de brujomanía confluían tres factores: adoctrinamiento previo, sueños estereotipados y confesiones extraídas a la fuerza.


A su regreso, el tribunal tenía sobre la mesa 5.000 nombres de personas sospechosas de estar relacionadas con la brujería. Aunque presionado y hostigado por los otros dos jueces del tribunal, el burgalés se mostró metódico y se centró en los argumentos jurídicos y la veracidad de las pruebas frente a la apuesta nada científica de sus colegas, creídos del rumor y las denuncias que habían llevado a todas aquellas almas a la terribe causa que se estaba enjuiciando. Pasó por un calvario Salazar y Frías. «Mis colegas dicen que ciego del demonio defiendo yo a mis brujos», escribió en una ocasión.
Pero defendió su tesis contra viento y marea. «No hubo brujos ni embrujados en el lugar hasta que se llegó a tratar y escribir de ello», recogió en su dictamen, que tiene aseveraciones que hablan magníficamente del papel racional de este buen inquisidor: «Mis colegas pierden el tiempo cuando aseguran que los aspectos más complicados y difíciles de este asunto solamente pueden ser comprendidos por aquellos iniciados en los misterios de la secta, puesto que las circunstancias, pese a todo, requieren que el caso sea juzgado en este mundo por jueces que no son brujos. Nada consiguen arreglar con decir que el demonio es capaz de esto o aquello, mientras machacónamente repiten la teoría de su naturaleza angélica y hacen referencia a los sabios doctores de la Iglesia. Todo ello resulta aniquilante, ya que nadie ha puesto en duda esas cosas. El problema es: ¿hemos de creer que en tal o cual ocasión determinada hubo brujería, solamente porque los brujos así lo dicen? No, naturalmente, no debemos creer a los brujos, y los inquisidores creo que no deberán juzgar a nadie a menos que los crímenes puedan ser documentados con pruebas concretas y objetivas, lo suficientemente evidentes como para convencer a los que las oyen». Exigía, pues, demostraciones empíricas de la cosa.

Becerra y Valle, por su parte, se mantuvieron en sus trece, rebatiendo al burgalés que el demonio había «hecho trampas» sirviéndose «de engaños y comedias para cegar la razón de muchos» y haciendo detallado hincapié de los ritos demoníacos que, según ellos, se practicaban en tierras navarras y vascas. Por fortuna para aquellas miles de personas, el burgalés se salió con la suya. Remitidos a Madrid los informes de la causa, el Consejo General decidió decretar la suspensión del proceso en 1614. Salazar consiguió además que se utilizase el silencio como el mejor mecanismo contra la expansión de la brujería. Funcionó. Además, su gestión en el mayor proceso inquisitorial de la historia evitó la hoguera a miles de personas vinculadas a la brujería cien años antes que en toda Europa. En adelante, cualquier persona acusada de ello sería castigada a penas leves cuando no declarada inocente. El biógrafo del clérigo y juez burgalés ha escrito que «el mundo siempre tendrá necesidad de alguien que se atreva a desenmascarar al verdugo: de hombres tan enteros como Salazar».

Fuente: www.diariodeburgos.es

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