El héroe castellano por
antonomasia no descansa en paz. Su destierro es ya milenario. Es
probable que no haya huesos más viajeros que los del Cid, repartidos
aquí y allá, hijos de los avatares azarosos de los siglos. Queriendo
recomponer este puzle secular, la Asociación Ego Ruderico ha emprendido
la empresa nada fácil de localizar cuantos restos de Mio Cid se sepa que
están dispersos por el mundo. Tal afán ha dado ya sus primeros frutos,
sorprendentes de principio a fin. Se sabía, y a ello llegaremos, que
había restos óseos del que en buena hora nació en Francia y la República
Checa. Y que durante siglos los hubo en Alemania.
Se sabía que los que
se salvaron y se pudieron reunir están en la Catedral. También que en la
Sala Poridad del Arco de Santa María se conserva el radio de nuestro
más inmortal caballero. Pero los miembros de Ego Ruderico han hallado
otra pieza más del rompecabezas. Resulta que en la sede de la Real
Academia Española de la Lengua hay otro fragmento del cráneo del gran
batallador castellano, del que no se tenía noticia pública hasta ahora.
Está allí desde 1968, y la rocambolesca historia guarda relación con el
premio Nobel Camilo José Cela. Según han confirmado al colectivo
cidiano desde la propia RAE, el 13 de marzo del citado año 68 Ramón
Menéndez Pidal recibía en su casa un solemne homenaje con motivo de su
99 cumpleaños. Una comisión de académicos acudió a homenajearle y le
llevó un presente. El que fuera de los más grandes estudiosos de la
figura del Cid se sorprendió al ver el objeto: era un hueso del cráneo
del héroe castellano. Aunque no era un regalo porque iba a ser
estudiado, se lo enviaba otro académico, Camilo José Cela, quien al
parecer había mediado con la que era entonces propietaria de la
reliquia, la condesa Thora Darnel-Hamilton, quien a su vez lo había
heredado de su abuelo después de que a éste se lo donara un tal barón de
Lamardelle, al parecer uno de los expoliadores.
Según recogen las actas de la RAE, el casi centenario filólogo observó
el fragmento de cráneo «con conmovedor silencio» y que después lo besó
«devotamente». Merece la pena anotar aquí el epílogo del acta: «La
escena se nos aparece hoy plena de sentido y emoción. Aparte de la
posible autenticidad o falsía de la reliquia (los datos aparecen también
en una inscripción colocada en el mismo hueso), la circunstancia invade
y reviste de atenazante gravedad aquellos momentos, y pone en pie, en
un instante, largos siglos de historia. El Cid había sido uno de los
grandes temas de la investigación histórica y filológica de Menéndez
Pidal. Ya la muerte llamando a la puerta, el legendario héroe aparecía
inesperadamente, para acompañar al maestro. No hubo otra pompa litúrgica
que la presencia en la sala de un enorme ramo de rosas, noventa y nueve
rosas, tantas como años cumplía, enviadas por Camilo José Cela, que no
pudo asistir, a pesar de figurar en la comisión designada por el pleno».
Los otros restos. Cuando el Campeador murió (año 1099), sus restos
fueron depositados en la Catedral de Valencia. Sin embargo, su viuda se
los llevó consigo cuando dos años más tarde los almorávides entraron en
la ciudad. No le importó a doña Jimena, ya que su marido siempre le
había manifestado su deseo de ser enterrado en San Pedro de Cardeña.
Allí, en el atrio del monasterio burgalés, fue de nuevo inhumada la
osamenta del de Vivar, aunque no por mucho tiempo. En 1272, el rey
Alfonso X hizo construir en la capilla mayor un gran sepulcro labrado
para honrar la memoria del guerrero castellano con esta leyenda: «Aquí
yace enterrado el Grande Rodrigo Díaz, guerrero invicto, y de más fama
que Marte en los triunfos».
Pero no hubo paz para Rodrigo Díaz. Dos siglos más tarde, obras en el
cenobio motivaron un nuevo traslado: los restos del Cid fueron
trasladados a la entrada de la sacristía y colocados sobre cuatro leones
de piedra. En el año 1541 de nuevo unas obras alteraron la paz eterna
del caudillo medieval, entonces llevado a un lateral de la abadía. Hecho
que no gustó un ápice al condestable Pedro Fernández de Velasco, quien
tiene que recurrir al mismísimo emperador Carlos V para que los monjes
devuelvan al que en buena hora nació al otro emplazamiento.
Dos siglos duró la tranquilidad. En 1736, los vestigios del Campeador
fueron llevados a una capilla de nueva creación, la de San Sisebuto.
Pero el verdadero vaivén iba a llegar unas cuantas décadas más tarde, a
partir de 1808, con la invasión de las tropas napoleónicas. El templo
fue expoliado salvajemente. Naturalmente, los restos del Cid no fueron
respetados pese al interés y el respeto que sobre su figura sí tenían
algunos mandos de las tropas francesas que ocuparon Burgos. Así, el
general Thiebault, conocedor del personaje y en un gesto con el que
pretendió congraciarse con el pueblo de Burgos, organizó el traslado de
los restos (mejor dicho, de los que para entonces todavía quedaban, si
es que quedaba alguno) a la ciudad. El 19 de abril de 1809, en un acto
lleno de pompa y de solemnidad, se dio sepultura al Cid en un mausoleo
que para la ocasión se había levantado en el paseo del Espolón.
Liberada España del yugo francés, los monjes solicitaron al
Ayuntamiento de Burgos que los restos fueran devueltos al monasterio de
San Pedro de Cardeña. Lo consiguieron en 1826. Pero las
desamortizaciones volvieron a dejar lo que quedaba del Cid a expensas de
profanadores. Para evitar males mayores, el Ayuntamiento consiguió
sacar de nuevo los restos. Los únicos que se conservaban desde la
profanación francesa. Seguían faltando los huesos más pequeños: carpo,
metacarpo, tarso, metatarso, falanges y restos del cráneo. A resguardo
en la capilla municipal, evitaron que otra broma del destino los llevara
a Madrid. Por fin, en 1921, con la presencia del rey Alfonso XIII, se
enterraron en el Crucero de la catedral.
Los más viajeros. Dos gabachos fueron los culpables del eterno
destierro de los restos del Campeador: el conde de Salm-Dick y el barón
de Delammardelle, que se repartieron parte de la osamenta. El primero no
los conservó mucho tiempo y terminó por regalárselos al príncipe alemán
Carlos Antonio de Hohenzollern, pasando a formar parte del museo
particular de su castillo de Sigmaringen, en el sureste de Alemania.
Gestiones del gobierno español consiguieron que esos restos regresaran a
España a finales del XIX.
Lo que fue de la parte de Salm-Dick es la más difícil de saber. Sin
embargo, se conocen dos lugares, en Francia y en la República Checa, en
los que se dice están el resto de los restos. Unos, en Brionnais,
municipio de Gènelard, en la Borgoña francesa. Son propiedad de un
particular. Se conservan en una urna junto a una leyenda que explica su
origen y procedencia; los otros se custodian en el palacio checo de
Lazne Kynzvart. En 2007 el Ministerio de Cultura español solicitó al
checo estudiarlos para comprobar su autenticidad, a la vez que pidió la
devolución de un trozo de cráneo del Cid y de un fémur de doña Jimena.
Que se sepa, no ha sucedido ni una cosa ni la otra. Los huesos del Cid
permanecen en el destierro.
Fuente: www.diariodeburgos.es
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