lunes, 27 de febrero de 2012

-El puzle de los huesos del Cid.

El héroe castellano por antonomasia no descansa en paz. Su destierro es ya milenario. Es probable que no haya huesos más viajeros que los del Cid, repartidos aquí y allá, hijos de los avatares azarosos de los siglos. Queriendo recomponer este puzle secular, la Asociación Ego Ruderico ha emprendido la empresa nada fácil de localizar cuantos restos de Mio Cid se sepa que están dispersos por el mundo. Tal afán ha dado ya sus primeros frutos, sorprendentes de principio a fin. Se sabía, y a ello llegaremos, que había restos óseos del que en buena hora nació en Francia y la República Checa. Y que durante siglos los hubo en Alemania.

 Se sabía que los que se salvaron y se pudieron reunir están en la Catedral. También que en la Sala Poridad del Arco de Santa María se conserva el radio de nuestro más inmortal caballero. Pero los miembros de Ego Ruderico han hallado otra pieza más del rompecabezas. Resulta que en la sede de la Real Academia Española de la Lengua hay otro fragmento del cráneo del gran batallador castellano, del que no se tenía noticia pública hasta ahora.
Está allí desde 1968, y la rocambolesca historia guarda relación con el premio Nobel Camilo José Cela. Según han confirmado al colectivo cidiano desde la propia RAE, el 13 de marzo del citado año 68 Ramón Menéndez Pidal recibía en su casa un solemne homenaje con motivo de su 99 cumpleaños. Una comisión de académicos acudió a homenajearle y le llevó un presente. El que fuera de los más grandes estudiosos de la figura del Cid se sorprendió al ver el objeto: era un hueso del cráneo del héroe castellano. Aunque no era un regalo porque iba a ser estudiado, se lo enviaba otro académico, Camilo José Cela, quien al parecer había mediado con la que era entonces propietaria de la reliquia, la condesa Thora Darnel-Hamilton, quien a su vez lo había heredado de su abuelo después de que a éste se lo donara un tal barón de Lamardelle, al parecer uno de los expoliadores.


Según recogen las actas de la RAE, el casi centenario filólogo observó el fragmento de cráneo «con conmovedor silencio» y que después lo besó «devotamente». Merece la pena anotar aquí el epílogo del acta: «La escena se nos aparece hoy plena de sentido y emoción. Aparte de la posible autenticidad o falsía de la reliquia (los datos aparecen también en una inscripción colocada en el mismo hueso), la circunstancia invade y reviste de atenazante gravedad aquellos momentos, y pone en pie, en un instante, largos siglos de historia. El Cid había sido uno de los grandes temas de la investigación histórica y filológica de Menéndez Pidal. Ya la muerte llamando a la puerta, el legendario héroe aparecía inesperadamente, para acompañar al maestro. No hubo otra pompa litúrgica que la presencia en la sala de un enorme ramo de rosas, noventa y nueve rosas, tantas como años cumplía, enviadas por Camilo José Cela, que no pudo asistir, a pesar de figurar en la comisión designada por el pleno».

Los otros restos. Cuando el Campeador murió (año 1099), sus restos fueron depositados en la Catedral de Valencia. Sin embargo, su viuda se los llevó consigo cuando dos años más tarde los almorávides entraron en la ciudad. No le importó a doña Jimena, ya que su marido siempre le había manifestado su deseo de ser enterrado en San Pedro de Cardeña. Allí, en el atrio del monasterio burgalés, fue de nuevo inhumada la osamenta del de Vivar, aunque no por mucho tiempo. En 1272, el rey Alfonso X hizo construir en la capilla mayor un gran sepulcro labrado para honrar la memoria del guerrero castellano con esta leyenda: «Aquí yace enterrado el Grande Rodrigo Díaz, guerrero invicto, y de más fama que Marte en los triunfos».
Pero no hubo paz para Rodrigo Díaz. Dos siglos más tarde, obras en el cenobio motivaron un nuevo traslado: los restos del Cid fueron trasladados a la entrada de la sacristía y colocados sobre cuatro leones de piedra. En el año 1541 de nuevo unas obras alteraron la paz eterna del caudillo medieval, entonces llevado a un lateral de la abadía. Hecho que no gustó un ápice al condestable Pedro Fernández de Velasco, quien tiene que recurrir al mismísimo emperador Carlos V para que los monjes devuelvan al que en buena hora nació al otro emplazamiento.


Dos siglos duró la tranquilidad. En 1736, los vestigios del Campeador fueron llevados a una capilla de nueva creación, la de San Sisebuto. Pero el verdadero vaivén iba a llegar unas cuantas décadas más tarde, a partir de 1808, con la invasión de las tropas napoleónicas. El templo fue expoliado salvajemente. Naturalmente, los restos del Cid no fueron respetados pese al interés y el respeto que sobre su figura sí tenían algunos mandos de las tropas francesas que ocuparon Burgos. Así, el general Thiebault, conocedor del personaje y en un gesto con el que pretendió congraciarse con el pueblo de Burgos, organizó el traslado de los restos (mejor dicho, de los que para entonces todavía quedaban, si es que quedaba alguno) a la ciudad. El 19 de abril de 1809, en un acto lleno de pompa y de solemnidad, se dio sepultura al Cid en un mausoleo que para la ocasión se había levantado en el paseo del Espolón.
Liberada España del yugo francés, los monjes solicitaron al Ayuntamiento de Burgos que los restos fueran devueltos al monasterio de San Pedro de Cardeña. Lo consiguieron en 1826. Pero las desamortizaciones volvieron a dejar lo que quedaba del Cid a expensas de profanadores. Para evitar males mayores, el Ayuntamiento consiguió sacar de nuevo los restos. Los únicos que se conservaban desde la profanación francesa. Seguían faltando los huesos más pequeños: carpo, metacarpo, tarso, metatarso, falanges y restos del cráneo. A resguardo en la capilla municipal, evitaron que otra broma del destino los llevara a Madrid. Por fin, en 1921, con la presencia del rey Alfonso XIII, se enterraron en el Crucero de la catedral.

Los más viajeros. Dos gabachos fueron los culpables del eterno destierro de los restos del Campeador: el conde de Salm-Dick y el barón de Delammardelle, que se repartieron parte de la osamenta. El primero no los conservó mucho tiempo y terminó por regalárselos al príncipe alemán Carlos Antonio de Hohenzollern, pasando a formar parte del museo particular de su castillo de Sigmaringen, en el sureste de Alemania. Gestiones del gobierno español consiguieron que esos restos regresaran a España a finales del XIX.
Lo que fue de la parte de Salm-Dick es la más difícil de saber. Sin embargo, se conocen dos lugares, en Francia y en la República Checa, en los que se dice están el resto de los restos. Unos, en Brionnais, municipio de Gènelard, en la Borgoña francesa. Son propiedad de un particular. Se conservan en una urna junto a una leyenda que explica su origen y procedencia; los otros se custodian en el palacio checo de Lazne Kynzvart. En 2007 el Ministerio de Cultura español solicitó al checo estudiarlos para comprobar su autenticidad, a la vez que pidió la devolución de un trozo de cráneo del Cid y de un fémur de doña Jimena. Que se sepa, no ha sucedido ni una cosa ni la otra. Los huesos del Cid permanecen en el destierro.


Fuente: www.diariodeburgos.es

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