«18 de Abril de 1808. Para tal día hacía ya muchos que Burgos se veía invadido por los ejércitos de Napoleón sin que nadie supiese, a ciencia cierta, el motivo de su llegada a España. En las altas esferas del Poder se creía que venían como amigos y que iban de paso para Portugal; que tal vez, pensaban algunos, traían el propósito de robustecer la autoridad del recién proclamado Fernando VII. El pueblo, con instinto admirable, recelaba que algo se tramaba contra España; observaba que los extranjeros se portaban más como invasores que como huéspedes; veía sus peticiones crecientes, su conducta poco amistosa, y un malestar sordo y callado dominaba en las gentes.
Poco hacía que el nuevo monarca había pasado por Burgos dirigiéndose a buscar al que estimaba su gran amigo Napoleón Bonaparte. Éste debía haberle esperado en Burgos, pero aquí no llegó. Ciegos el monarca y cuantos le aconsejaban, siguieron a Vitoria desoyendo las prudentes advertencias del Ayuntamiento de Burgos que, al tener noticias de que el rey había inopinadamente salido para la capital alavesa, aún extremó su patriótica actuación enviando a aquella ciudad comisionados que le advirtieran y suplicaran no siguiese adelante, gestión que ningún resultado obtuvo. Fernando dijo que había leído la carta del Ayuntamiento que los comisionados le llevaron, y que agradecía su celo... pero marchó a Bayona.
Parte de las tropas francesas en Burgos acantonadas, salieron hacia Vitoria el 17 de Abril, al encuentro, según decían, de Napoleón. Parece, así lo dicen quienes entonces vivían, en documentos que están publicados, parece digo, que tales tropas encontraron en su camino a un correo español o a un guardia de Corps que traía pliegos para Burgos o, no está ello bien averiguado, para la Junta de Gobierno de Madrid. Le detuvieron, le registraron, aún se dijo que se apoderaron de la correspondencia.
Los elementos populares de Burgos, enterados con indignación de este hecho, se reunieron en grupos el 18 de Abril y acudieron a protestar violentamente ante el Intendente de la Ciudad, marqués de la Granja, quien les desatendió, «les hizo poco caso» dice un testigo presencial. La indignación fue creciendo: «Muera –decían las gentes–, ya no hay justicia en Burgos.» Atemorizado el Intendente, corrió, acompañado de personas respetables que le protegían, a refugiarse en el Palacio Arzobispal, situado entonces, como es sabido, en la plaza que hoy llamamos del Duque de la Victoria, porque allí creyó estar seguro ya que existía una guardia francesa, pues en tal edificio estaban preparadas las habitaciones para Napoleón.
El pueblo, enfurecido, arreciaba en sus «mueras»; y gritaba «fuera esa guardia»; llegó a arrojar algunas piedras, pretendió desarmar a un centinela, y entonces el jefe de la guardia, bárbaramente, sin previo aviso, ordenó hacer fuego, y dice Palomar, artesano burgalés que anotó estas y otras noticias curiosas: «A la primera descarga, tres hombres quedaron muertos en el suelo.»
Nada más pasó; aterrados los burgaleses, incapaces de hacer frente a las fuerzas que de varios sitios acudieron, se retiraron dolidos, irritados, jurando venganza. Allí puede decirse que empezó la Guerra de la Independencia; aquella fue la primera sangre española vertida, días antes de que la salida de las personas reales del palacio de Madrid diera lugar, el 2 de mayo siguiente, a los heroicos hechos y a las terribles matanzas de patriotas españoles que la Historia ha descrito y todos recordamos.
Aquellos tres hombres, víctimas de la tropa extranjera por oponerse a los invasores, fueron los primeros españoles muertos por la independencia patria. Sus nombres obscuros, eran pobres menestrales a cuyas familias el Ayuntamiento socorrió, han estado olvidados mucho tiempo. El propio don Anselmo Salvá, que acerca de Burgos en la Guerra de la Independencia, escribió un libro, acaso el mejor de los suyos, no los conocía: eran Manuel de la Torre, Nicolás Gutiérrez y Tomás Gredilla.
Halló tales nombres en un documento de la época don Juan Albarellos y los publicó en su importante obra Efemérides burgalesas. Y ahora al fin –si la lápida se hubiera labrado en 1909 no figurarían en ella–, ahora van a quedar esculpidos en piedra para ejemplo de las generaciones venideras. El hecho es sencillo; sencilla y toscamente le he relatado, acuciado por la urgencia de publicar este trabajo y por el miedo de hacerle demasiado largo. Pero dentro de su sencillez, significa tanto, vale tanto y sirvió para tanto, que bien merece ser conmemorado. El sacrificio de estos burgaleses que apasionada, violentamente se alzaron contra los invasores, no fue perdido. (...)»
(Eloy García de Quevedo, Las víctimas burgalesas de la guerra de la Independencia, Burgos 1937, págs. 14-16.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario