domingo, 17 de octubre de 2010

-Manuela Sáenz de Azpiru, una heroina en América.

Manuela Sáenz de Azpiru, hija de un indiano nacido y criado en Villasur de Herreros, fue la amante, confidente y asesora de Simón Bolívar durante años y hasta la muerte del general.

Cuando en junio de 1822 Simón Bolívar, El Libertador de América del Sur, entró triunfante en la ciudad ecuatoriana de Quito, de entre la muchdumbre arracimada que daba la bievenida al héroe había una hermosa joven que, emocionada, decidió lanzar a ese Dios reencarnado una corona de rosas y laurel; lo hizo con tan buen tino que cayó en los brazos de éste. «Señora, si mis soldados tuvieran su puntería, ya habríamos ganado la guerra a España», le espetó el general con la mejor de sus sonrisas. Ella se ruborizó, ignorando que tan galante frase tendría en el futuro un significado más profundo: aquella damita llamada Manuela acertó de pleno puesto que conquistó para siempre el corazón del paladín de la libertad.

Manuela Sáenz de Aizpuru no sólo ha pasado a la historia por ser la amante inseparable de Simón Bolívar; es hoy considerada una de las mujeres precursoras del feminismo en aquella América de las independencias y una de las heroínas de tan magno acontecimiento histórico. Su vida es una de las más apasionantes de aquella época turbulenta. Y el origen de ésta hay que buscarlo en un pueblo: Villasur de Herreros, en la provincia de Burgos. Allí nació su padre, Simón Sáenz de Vergara, en 1755. Cuando tuvo la mayoría de edad, se marchó a hacer las Américas, instalándose en la localidad colombiana de Popayán. Allí se casó en 1781 con una rica heredera de emigrantes vizcaínos llamada Juana María del Campo Larraondo. El matrimonio, que tuvo varios hijos, se instaló en Quito, donde el burgalés tuvo una proyección meteórica en el gobierno de la ciudad: fue teniente de milicias, regidor del Cabildo, alcalde y, finalmente, Oidor de la Real Audencia de Quito.

Fue en la capital ecuatoriana donde tuvo un romance con Joaquina de Aizpuru, una quiteña soltera.Fruto de esos amoríos nació en 1797 una niña: Manuela, quien creció en la casa paterna rechazada por la esposa de su padre dada su condición de bastarda. Manuela fue educada en el convento de Santa Catalina en Quito y luego vivió de nuevo con su progenitor, quien ya instalado en Perú consiguió ocultar la condición ilegítima de Manuela para arreglar su boda con un rico comerciante inglés 26 años mayor que ella: James Thorne. El enlace se celebró en Lima en 1817. En la capital del Virreinato de Perú, Manuela frecuentó los ambientes políticos que conspiraban contra la Corona española, llegando a desempeñar un papel activo en el derrocamiento del virrey José de la Serna y tomando parte activa de la declaración de Independencia del Perú, hecho que se produjo el 28 de julio de 1821 y que le valió el título de ‘Caballeresa de la Orden del Sol’.

Involucrada de lleno en la causa revolucionaria e independentista, al año siguiente abandonó a su marido y regresó a Quito, donde conoció a Bolívar. Fue un flechazo, y no se separían hasta la muerte del general, hecho acaecido en 1830. No sólo les unió el amor, también los ideales y el espíritu de lucha. Manuela fue, además de amante, condifente, asesora e incluso guardaespaldas del general; no en vano, gracias a valientes intervenciones la hija del indiano burgalés salvó varias veces la vida del militar. También por eso se la conoce como ‘La libertadora del Libertador’, sobrenombre con el que la bautizó el propio Simón Bolívar. Fue la suya una relación apasionada, tormentosa, que ha dejado para la historia una ingente producción epistolar, reveladora de su intensidad, llena de romanticismo y ardor.

Baste como muestra esta carta que le remite Bolívar a su amada tras ofrecer un discurso en el Congreso: Llegaste de improviso, como siempre. Sonriente. Notoria. Dulce. Eras tú. Te miré. Y la noche fue tuya. Toda. Mis palabras. Mis sonrisas. El viento que respiré y te enviaba en suspiros. El tiempo fue cómplice por el tiempo que alargué el discurso frente al Congreso para verte frente a mí, sin moverte, quieta, mía… Utilicé las palabras más suaves y contundentes; sugerí espacios terrenales con problemas qué resolver mientras mi imaginación te recorría; los generales que aplaudieron de pie no se imaginaron que describía la noche del martes que nuestros caballos galoparon al unísono; que la descripción de oportunidades para superar el problema de la guerra, era la descripción de tus besos. Que los recursos que llegarían para la compra de arados y cañones, era la miel de tus ojos que escondías para guardar mi figura cansada, como me repetías para esconder las lágrimas del placer que te inundaba. Y después, escuché tu voz. Era la misma. Te di la mano, y tu piel me recorrió entero. Igual… que los minutos eternos que detuvieron las mareas, el viento del norte, la rosa de los vientos, el tintineo de las estrellas colgadas en jardines secretos y el arco iris que se vio hasta la media noche. Fuiste todo eso, enfundada en tu uniforme de charreteras doradas, el mismo con el que agredes la torpeza de quienes desconocen cómo se construye la vida. Mañana habrá otra sesión del Congreso. ¿Estarás?

Aquel arrebatado delirio epistolar fue recíproco, claro. Hete aquí una encendida misiva firmada por Manuela: Sigo siendo bella, provocativa, sensual y deliciosa. ¡Ah! Mis encantos son suyos y cualquier sacrificio no sería nada, con la proximidad de usted. Tiene su recuerdo tal cúmulo de retratos que me hacen ruborizar pero de deseo, sin romper mi intimidad o mi modestia. Presto he terminado la lectura de su carta y me dedico a contestarle ésta en la invariable seguridad de que usted me seguirá escribiendo cartas de amor que son el pretexto de seguir con vida. Lo amo tanto que me sentí morir cuando partió. Yo no podría vivir sin siquiera recibir alguna noticia suya.

Ya apenas se separarían, a excepción de algunas campañas claves en la independencia de las regiones americanas. Manuela Sáenz estuvo a su lado en las de Perú y Colombia, llegando a incorporarse al Estado Mayor de Bolívar como encargada de los archivos personales del Libertador y recibiendo el grado militar de coronela por combatir en la campaña final por la independencia del Perú. En 1825, Manuela consiguió que su amor salvara la vida en un atentado nocturno: porfió valientemente con los asaltantes de su alcoba mientras el Libertador escapaba y se ponía a salvo de los matarifes.

Desterrado y enfermo en Santa Marta, esperando la llegada de su amada, Simón Bolívar falleció en diciembre de 1830. La muerte del libertador fue también la de Manuela. Quedó sumida en una tristeza terrible, y su situación en adelante fue un infierno: los enemigos del Libertador le hicieron la vida imposible. Pero ella no se arredró, y defendió con uñas y dientes el sueño de su amado, manteniendo su actividad política, publicando escritos y libelos que eran sancionados a la vez que defendidos por sectores cada vez más amplios de mujeres, que lejos de criticarla, defendían sus posiciones. Con todo, padeció la cárcel y el destierro (primero en Jamaica y luego en Perú), sobreviviendo de hacer los tejidos y bordados que aprendió de niña, de escribir cartas para los marinos analfabetos o de vender tabaco. Falleció en 1856, después de enfermar de difteria durante la epidemia que asoló a buena parte del Perú.

Tenía 59 años. Aunque fue enterrada en una fosa común, hubiese querido que en su tumba apareciera este epitafio: «Vivo, adoré a Bolívar. Muerto, lo venero». Desde el pasado mes de julio, unos restos simbólicos de la hija del indiano burgalés de Villasur de Herreros descansan junto al osario de Simón Bolívar. Amor más allá de la muerte.

También Simón Bolívar tenía sangre burgalesa. Su tatarabuelo materno, José Palacios Sojo y Ortiz de Zárate, había nacido en Miranda de Ebro y emigrado a Caracas en la segunda mitad del siglo XVII. Se casó con una caraqueña de buena familia y llegó a ser alcalde y contador general de la ciudad venezolana. Su primogénito, Feliciano de Palacios Sojo, también llegó a ser regidor capitalino. De su matrimonio en segundas nupcias con la caraqueña Isabel María Gil de Arratia nació un niño, llamado también Feliciano. Los Palacios representaban a la perfección la artistocracia nepotista que se ganó su privilegiada posición haciendo favores a la Corona. Ese Feliciano Palacios tuvo varios hijos. El cuarto fue una niña: María Concepción Palacios y Blanco, nacida en 1758 y casada en 1773 con Juan Vicente Bolívar, otro aristócrata 30 años mayor que ella. Diez años después del enlace, en la medianoche del 24 de julio, nació Simón José Antonio de la Santísima Trinidad. Simón Bolívar.  

Fuente: R. Pérez Barredo   www.diariodeburgos.es

1 comentario:

  1. necesito el origen de la familia de simon bolivar x favor mandemelo yaaaaaaaaaaa o respondan yaaaaaaaaaaaaaaaaaa

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