domingo, 10 de octubre de 2010

-Cantera de Hontoria, alimento de la Catedral.

Solo queda oscuridad y silencio donde hubo actividad durante mil años. Restos de botellón, de hogueras clandestinas y pintadas juveniles en el lugar del que salió el envoltorio pétreo de la joya del gótico burgalés a base de pico y pala, a lomos de bueyes y carretas, ya desde el siglo XI.
Las canteras de Hontoria languidecen sumidas en el más absoluto abandono 16 años después de que el Ministerio de Defensa dejara de usarlas como polvorín y cerrara el acuartelamiento que lo custodiaba en 1994.

Solo una de las cuevas conserva actualmente su actividad extractora, a cargo de la empresa Piedras y Mármoles. Otras están completamente vacías, sin ningún tipo de protección y a expensas de todo aquel que quiera recorrerlas. Y dos más, protegidas por vallas, están ocupadas por ganado.
El deterioro paulatino del entorno se extiende también al viejo cuartel por el que pasaron tantos reemplazos de reclutas. Las instalaciones han sido pasto de la rapiña, que ha arrasado con todo material aprovechable, y parece que hubieran pasado cuatro décadas en lugar de solo una y media desde que se marcharon los últimos miembros del ejército. Los vecinos del entorno recuerdan haber ido allí a escuchar misa, a trabajar en la cantera para ganarse unas perras o a transportar los bloques calizos en la dura subida a la Varga, camino de Burgos, pero todo son evocaciones y no realidades, ahora imposibles.

La ubicación de las cuevas, en un terreno comunero y propenso a los conflictos administrativos entre Hontoria y Cubillo del Campo, no favorece la rehabilitación. Tampoco existe ningún plan en marcha para su puesta en valor. En 1998, impulsado por Aurelio Rubio (concejal del PSOE en el Ayuntamiento de Burgos y uno de los fundadores del grupo Edelweiss), surgió un Proyecto de Recuperación de las Canteras. Ese invierno se llegó a celebrar un concierto de música clásica en el interior de la cantera-polvorín, pero no tuvo continuidad y en los respectivos consistorios directamente afectados nada saben respecto a futuros planes de actuación.

Acompañados por Narciso Esteban, concejal socialista de Hontoria, conocedor de las canteras y ferviente defensor de sus posibilidades, DB ha recorrido las entrañas de estas Tierras de Lara, tocadas por el mágico encanto de los lugares abandonados.
Para llegar a ellas hay que tomar la vía que lleva hasta Tornadijo y que parte de la carretera de Soria. Apenas a un kilómetro del cruce aparece un arco de ladrillo con la leyenda ‘Destacamento militar’ y una bandera de España cuya franja inferior algún nostálgico de la Segunda República ha pintado de morado.
Aquella era la entrada al polvorín de Hontoria, una instalación que el ejército levantó para vigilar la cantera más antigua, la que desde el siglo XI parió la piedra caliza con la que, entre otros cientos de edificaciones, se levantó la Catedral de Burgos.

La extracción de caliza se remonta a la época romana cuando se trabajaba a cielo abierto, pero fue durante la Edad Media, con la apertura de canteras subterráneas, cuando se multiplicó la importancia de la piedra de Hontoria. Sin embargo, llegada la Guerra Civil, el enorme agujero excavado en la roca, ya sin producción, se convirtió en un lugar perfecto para guardar explosivos y para encerrar a los presos.
Las estancias para ellos y para sus guardianes se distribuyen a ambos lados de la entrada y muy pronto el hormigón deja paso a la roca viva, el terreno se empina en busca de la veta más aprovechable y se alarga como un pasillo interminable hasta la sorprendente cámara en la que termina.

En ese lugar, que alcanza los 10 metros de altura en algunos puntos, se llegó a organizar un concierto de música clásica en 1998, en el marco de los intentos de recuperación auspiciados por Aurelio Rubio. Narciso Esteban sigue convencido de que la cavidad arrancada al monte podría servir de perfecto escenario siempre que las administraciones se interesaran e invirtieran lo necesario para acondicionarla.
Pero por ahora los únicos invitados a ese reino de las tinieblas, el frío y la humedad son la basura dejada por sucesivos visitantes, pequeños fragmentos desprendidos del techo y, entre otras muchas, una pintada que dejaron en 1896 un tal Mariano y una tal Nieves, quizás amantes furtivos o quizás recatados esposos que ya habían formalizado su relación.

 Volvemos al exterior para pasear entre los cuarteles donde vivieron contingentes de entre 40 y 50 militares desde 1937 hasta su abandono a mediados de los 90. Se conserva la barra del bar, los barracones de la tropa, las habitaciones, las garitas, una caseta para el perro decorada con modernos grafitis de Groucho Marx y Super Mario Bros, los almacenes, las cocheras... Sin embargo, solo ha sobrevivido lo que nadie se ha podido llevar. El cobre, los azulejos, el metal, las puertas, los sanitarios, las tuberías y los muebles han desaparecido de allí dejando un lugar fantasmal que parece haber sido pasto de la bomba atómica.
Tras comprobar el olor a ganado que emana de otra de las cuevas y que delata su uso actual, por una estrecha senda entre las encinas llegamos hasta la segunda gran cavidad, más espectacular si cabe que la primera. Los restos de un desprendimiento a mitad de camino obligan a adentrarnos con prudencia y nos entretenemos indagando entre cajas de madera de munición antigua, de las pocas que quedan tras haber sido muchas de ellas convertidas en leña fácil. En una de ellas se puede leer: «Fábrica Nacional de Valladolid. Petardos para carga de mina anticarro». Quién sabe de qué año sería. Al final espera otro espectáculo inerte repleto de claridad que contrasta con el resto de la cueva. Primero un tragaluz artificial, y luego una oquedad natural, aportan sol y aire limpio a la cantera más grande de todas, con una altura sorprendente y donde se aprecian a la perfección las cicatrices dejadas en las paredes por los bloques calizos de alrededor de un metro cúbico que el hombre fue arrancando a lo largo de los siglos.

El monte está salpicado por otras cuevas que los lugareños han bautizado como Del Pozo, la del Tío Pedrón o la de Los Murciélagos. Cada una de ellas encierra una historia milenaria de trabajo, sufrimiento, supervivencia y transformación del paisaje por la mano del hombre. Pero todas, excepto la única que conserva la actividad, esperan en silencio que alguna iniciativa las rescate, al menos para que la próxima generación recuerde que de allí salieron los cimientos de su ermita, su basílica, su palacio o la mitad de su ciudad.    
Fuente: www.diariodeburgos.es

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