Escrito por Ana Isabel Ortega Martínez
www.grupoedelweiss.com
Era el día 21 de julio y, como en el resto de jornadas, la tarde la
dedicábamos a los trabajos relacionados con el nivel de la terraza que
se documenta en varios sectores de la Cueva del Silo. Éramos un equipo
de 8 personas, los geólogos Eneko Uriarte y Asier Gómez, las palinólogas
Miriam Dorado y Ana Valdeolmillos, los espeleólogos Miguel Ángel Martín
y Fernando Ausín, la topógrafa Raquel Pérez y yo.
Nos habíamos
dividido el trabajo: Raquel y yo estábamos topografiando, Miriam y Ana
muestreaban en las arenas que hay sobre las gravas, Eneko y Asier
tomaban datos de la columna estratigráfica y Miguel y Fernando hacían
las fotografías. Entonces sucedió que, en la parte superior de los
sedimentos de la columna estratigráfica, debajo del caos de bloques
existente, al iluminar un hueco con el frontal eléctrico, algo brillaba
al fondo y brillaba mucho, tanto como la moneda de oro musulmana que
había salido el día anterior en la excavación del Portalón.
Eneko
y Asier se miraron, sabían lo que era pero no lo creían, no podía ser
cierto pero brillaba mucho y estaba ahí al lado, debajo del bloque
calizo, aunque parecía inalcanzable debido a lo estrecho del lugar;
finalmente tras indagar un poco encontraron un pequeño hueco entre los
bloques por el que, tras deslizarse desde arriba, pudieron alcanzarlo.
Tomaron el extraño objeto y se lo pasaron a Miriam y Ana, que no podían
imaginar ante qué estaban, no comprendían el brillo de los ojos de sus
compañeros. Entre
tanto llegó Miguel, quien se echó a reír y, asombrado, les inquiría de
donde lo habían sacado, que le dijeran la verdad, que ellos lo habían
puesto allí, dado que ambos habíamos dibujado y fotografiado esa columna
estratigráfica sin haber visto allí nada antes. Sabía lo que tenía
entre manos y no se lo podía creer, confirmó lo que Eneko y Asier no se
atrevían a aseverar. Una alegría extraña inundó al grupo y decidieron
que yo debía conocer lo sucedido de una forma especial.
Asier se
acercó hasta el lugar donde Raquel, Fernando y yo estábamos
topografiando otro punto de la terraza y me comentó que las palinólogas
requerían de mi presencia, ya que tenían dudas sobre donde muestrear. Me
dispuse a partir pero Raquel me indicó que faltaban unos pocos puntos,
que acabásemos primero. Decidí terminar la topografía, a pesar de la
insistencia de Asier. Al cabo de unos 10 minutos nos acercamos al resto
del grupo y, una vez allí, empezaron a decirme que tenía que mirar entre
los bloques porque encima de la terraza había unos huesos. Yo me
emocioné y empecé a hablar de las similitudes entre esta secuencia y la
de Cueva Peluda, pero nadie me hacía caso e insistían en que me metiese
entre los bloques a ver los huesos; yo hablaba y hablaba de su posible
cronología hasta que, dado el empeño de mis compañeros, me escurrí entre
dos bloques y pude ver el brillo del oro, el brillo de un brazalete de
oro, suavemente depositado sobre la arcilla y debajo de un gran bloque
calizo, allí solo, como esperando. En esos instantes imprecisos no supe
qué decir, callada y atónita hice un movimiento brusco hacia arriba para
ver a los demás pero mi cuerpo chocó con las paredes del bloque y como
no podía moverme lo único que quería era que Raquel viera lo que mis
atónitos ojos estaban observando, llamaba a Raquel e insistía en que
bajara, pero Raquel no bajaba porque no sabía como hacerlo, sólo había
un pequeño hueco entre los bloques y estaba ocupado por mi cuerpo.
Cuando me dijo que no podía, porque estaba yo, entonces, sólo entonces,
cogí el brazalete y se lo enseñé.
Estaba limpio, brillaba como
nuevo, comprendí el valor del oro, su eternidad. Una eternidad que
embriagaba de alegría aquel rincón oscuro de la Cueva del Silo, en aquel
punto donde los cantos rodados del río Arlanzón llegaron hace cientos
de miles de años, marcando el paso de unas corrientes que dejaron de
fluir como lo harían las culturas que se conservan en estas cavidades y
que son capaces de resurgir miles de años después. Nadie esperaba
encontrar un hallazgo así, a pesar de estar ante unos yacimientos tan
generosos; nadie imaginaba que la Cueva del Silo, hasta hoy una cavidad
con escasas evidencias arqueológicas, destrozada y machacada por las
numerosas visitas, pudiera representar un lugar especial para las
culturas pasadas.
Este hallazgo es tan excepcional, que nadie
podía imaginar su presencia, primero por ser un brazalete de oro ya que,
como dijo Toni Canals tras el plantón de dos horas que le dimos esa
tarde, estos hallazgos son de otra época, son de los que se encontraban
los pioneros. En segundo lugar por estar en Cueva del Silo, una cavidad
de segundo rango en la Sierra de Atapuerca.
Los diferentes hallazgos del pasado en el karst de la Sierra de
Atapuerca deberían hacernos reflexionar sobre lo que representaban las
cavidades para los pobladores de la Prehistoria, para quienes de algún
modo fueron sagradas, lugares de culto de unas gentes que desaparecieron
hace mucho tiempo, perdiéndose con ellos una forma de entender la
ocupación del mundo subterráneo.
Quizá, como dijo Nacho Martínez
en una de sus visitas, fueron las diosas de la Sierra quienes regalaron
este don a los que estudiamos las cavernas y sus recovecos, los
espeleólogos, y lo depositaron lejos de las zonas de excavación o de las
cavidades famosas, en el rincón del olvido, protegido más de 3.000 años
bajo los bloques que una vez cayeron del techo. Pero como suele ocurrir
con los regalos inesperados, este se produjo el día del cumpleaños de
Olga y Shane, que junto a Mari y José Luis se acercaron también ese día a
esperarnos a la entrada de la cavidad, por lo que fue también un regalo
para ellos y, por pertenecer al mundo de la Prehistoria reciente,
también fue un regalo para la gente que excava en el Portalón y en el
Mirador, en suma, un regalo para todo el gran Equipo de Investigaciones
de la Sierra de Atapuerca que sigue trabajando en estas Cuevas Sagradas.
Y, en última instancia, es un regalo para todos aquellos que están
interesados en el mundo de nuestros antepasados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario